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El hombre del MIT

Vestía pantalones vaqueros Lee, camisa a cuadros discreta y deportivas Nike. Por su vestimenta podríamos suponer que se trataba de un turista norteamericano cualquiera que visitaba India. Pero sus rasgos hindúes (escojo esta opción frente a la de indios) lo delataban y supuse que no se trataba de un turista cualquiera.
Era mi compañero de asiento en el avión que hacía el trayecto desde Benarés (Varanasi) a Nueva Delhi.

La visita a Benarés había sido impactante. Es el lugar del mundo donde la vida y la muerte viven en más estrecha compañía.
El calor sofocante y el olor soportable gracias a los varios días que llevábamos de viaje por la India. Nuestras narices se van acostumbrando paso a paso.

La ciudad tiene un eje central que, sin duda, es el rio Ganges. El rio sagrado de los hindúes.

Las calles más alejadas de la orilla estaban atestadas de personas que compraban o vendían sus mercancías en calles repletas de suciedad, basura, puestecillos de venta, vehículos de todo tipo y vacas sagradas. El orden en las calles no existe pero entre aquel caos la sonrisa no abandonaba la cara de los hindúes en ningún momento.
Pero esta primera impresión no era más que el preludio de los que nos esperaba en las estrechas callejuelas que nos conducen a las orillas del rio y a los famosos gaths.

Caminábamos apretujados turistas, hindúes (de religión hindú, musulmanes, animistas,…) y vacas. A cada esquina aparecía un templo hinduista con cientos de fieles pugnando por entrar con sus ofrendas en las manos, una mezquita con miles de zapatillas y zapatos a las puertas o ancianos con la mano tendida pidiendo limosna mientras esperan la muerte.
Y es que para los hindúes poder ir a morir en Varanasi a orillas de su rio sagrado es una de las mejores formas de pasar a una mejor vida. Allí están en las esquinas comiendo de limosnas con una sonrisa eterna en la cara esperando que les alcance la muerte y su cuerpo sea depositado en las aguas del rio sagrado.
Los más afortunados pueden pagar leña suficiente para que su cuerpo al morir arda completamente en las piras funerarias de los gaths. Pero los menos afortunados, que siempre son mayoría, arden parcialmente en las orillas del rio. Los restos son lanzados al rio y no es raro ver pasar por allí restos humanos o cadáveres completos envueltos en sudarios.

Nuestra capacidad de impresión llegó a su máximo apogeo al llegar a las orillas del rio. La excursión estaba programada para alcanzar la orilla del río y subir a una pequeña embarcación cuando rompe el día y los rayos del sol empiezan a calentar sus aguas.
Acudían a cientos los hindúes a aquellas aguas de un color poco saludable a hacer sus abluciones matinales. Unos bebían sus aguas, otros se lavaban, los más rezaban pero todos ellos reflejaban en sus rostros una profunda espiritualidad y confianza en sus actos.
Jamás había visto nada igual.
El paseo en la inestable barquichuela nos daba otro punto de vista de lo que se estaba desarrollando en los márgenes del río. Los vivos agradecían a los dioses la fortuna de poder estar allí mientras que otros morían o esperaban la muerte junto a peculiares santones que salpicaban aquellas orillas.
Mi capacidad de impresión estaba siendo puesta a prueba. Volvería una y mil veces a ver aquello para intentar entender lo que allí sucede cada día. Lo más sorprendente es que no puedo recordar cada detalle de lo que estaba viendo pero si recordar la sensación de paz que desprendía la escena. En la barca reinaba el silencio a excepción de una ocurrencia de un compañero del grupo que afloró una carcajada en todos nosotros. Me valdrá para otra entrada.

Con una sensación difícil de describir en nuestros cuerpos cansados, impresionados, atónitos, sobreexcitados y pacificados al mismo tiempo, nos dirigimos al aeropuerto más cercano para tomar el vuelo que nos llevaría a Nueva Delhi.

Las escenas vividas en el aeropuerto para dejar nuestras maletas y embarcar en el vuelo de la compañía india darían guión suficiente para una película de Berlanga.
Recuerdo, ahora, con una sonrisa la carrera que nos dimos desde la puerta que daba a las pistas de aterrizaje del aeropuerto hasta las escalerillas del avión. Los asientos no estaban numerados y el que antes llegaba se sentaba. Existía la duda de que pudiera haber más pasajeros que asientos y los últimos en llegar se quedaban en tierra. En aquel tumulto intentaba no perder la mano de mi mujer.
La totalidad del grupo de españoles logramos subir al avión y el destino me llevó a sentarme junto a aquel norteamericano con rasgos hindúes.

Con mi escaso inglés y la confianza que consiguen crear los estrechos asientos del avión entablé una muy interesante conversación con mi compañero de asiento.
Él era nacido en Benarés, estudió en India y actualmente trabajaba como profesor de economía en el MIT (Massachusetts Institute of Technology). Cuando conseguí establecer cierta confianza en la conversación no pude dejar de preguntarle la duda que desde el primer momento me había preocupado. Cómo con una formación técnica tal que le permitía ser profesor en una de las más prestigiosas universidades del mundo y haber nacido en aquella ciudad podía explicarme la forma de entender lo que hacía menos de 24 horas había visto y sentido en Benarés.
Él viajaba cada año a Benarés para visitar a sus familiares y para entender lo que allí ocurre o eres hindú o te quedas a vivir allí.

Por supuesto que no sé cómo entender lo que ocurre en aquella ciudad y por extensión tampoco podría entender cómo puede existir un país como India. Pero si algo me quedó claro es que volvería de viaje allí una y mil veces.

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